Una de tenis criollo

El tenis criollo, que algunos llaman más técnica y un poquito mariconamente como “tenis con paleta”, es un deporte estrictamente nuestro y tiene la virtud de prolongar casi hasta el límite del geriátrico o el cajón la vida deportiva útil o incluso inútil de un individuo.

TEXTO NÉSTOR FENOGLIO / ilustración LUIS DLUGOSZEWSKI.

El tenis criollo no demanda enormes desplazamientos si uno sabe jugar o mentir convincentemente: si cantás mala con firmeza, ya tenés un tanto, si lo hacés en tres o cuatro oportunidades clave a lo largo del partido, pues, vas progresando en el marcador...

Se juega como se sabe con una paleta de madera. Y no es que no haya espacio para sutilezas, pero básicamente es todavía un deporte de tracción a sangre: hay que pegarle a la pelotita con ganas.

Eso genera ciudadanos más contenidos, que vuelven sedados y calmados a sus vidas en familia y sociedad. Tipos que han sabido, a puro brazo, sacarse la mufa de encima.

El tenis criollo desarrolló su espacio, incluso como una variante nativa del más fino “inglés”, que requiere quizás más dinero para su práctica, y sobrevivió a muchos embates, incluyendo el advenedizo paddle o padel, que le metió paredes a la cancha y entonces los chambones tienen siempre una oportunidad más. El tenis criollo no te da esas chances: si pasaste al tipo y pica adentro, es tanto, qué rebote ni qué ocho cuartos.

Es también un deporte que está unos centímetros antes de los juegos de boliche, que son la resignación lisa y llana, no a la joda -al contrario: en el bowling, las bochas o el truco, el vino o el vermú están en la mesa y al alcance constante de la mano- sino a la actividad física. Acá, en el tenis criollo, podrá estar el porrón o el vaso o incluso el mate cerca, pero adentro de la cancha todavía se transpira, sobre todo si miramos las busardas generosas de muchos de sus más conspicuos participantes.

Se parece al truco en eso de mentir: el que canta primero o más fuerte, capaz que se lleva el tanto, sobre todo porque no hay prácticamente piques delatores que demuestren prima facie que la pelota sospechosa fue buena o mala.

Muchos pueden criticar la rusticidad de la paleta, que prácticamente no ha variado en años, quizás ha incorporado tarugos o mejorado maderas, pero en esencia es la misma paleta que permite, eso sí, personalizaciones: uno puede grabar un nombre, pintar una leyenda o una cara, declarar su amor a Carito, jugar con una que se cae a pedazos (¡pero es la preferida, la que pega, mirá que vas a cambiarla por una nueva...!), pero de lo que se trata, todo el tiempo, es de juntarse a partir de la excusa de este querible juego de clubes de barrio. Y que por lo mismo guarda en su esencia las nociones de amistad, sanas cargadas cuando son sanas (je, je), y generosos terceros tiempos donde se seguirá discutiendo, ya con menos saña y más vino por esa pelotita que hasta un ciego ve que cayó afuera. Dos metros afuera, caradura.

Y así pasan las cosas. Deporte solar, al aire libre, siestero sin segundas intenciones, donde uno es capaz de esperar su turno para jugar y donde uno tiene la ansiedad del primer día de pegar una paralela como la gente o un revés a brazo suelto que lo deje parado al rival, al amigo, que seguramente te felicitará sinceramente.

Deporte de amigos, en definitiva, vaya entonces este reconocimiento para quienes, grandes o pibes, varones o mujeres (que también ustedes tienen su boquita, mis chiquitas) mantienen viva la esencia primera y final del deporte amateur: un punto de encuentro con una pizca de competencia, una pizca de transpiración, una pizca de picardía y una cantidad ilimitada de amistad. Salud, entonces, y te aclaro que más mala será tu abuela.